viernes, 5 de enero de 2007

La flecha suicida => Los escritores que eligieron la muerte


Novelistas, cuentistas, poetas y poetisas, de diversas nacionalidades y estilos, constituyen una larga lista de literatos unidos por un eje en común: la obsesión por la muerte, su desesperada búsqueda. Y al fin, la autodestrucción.




Es una tentación afirmar que la mayoría de los escritores que eligieron su final, lo hicieron al modo de sus personajes o al de sus historias. El suicidio -insinuado en muchos casos-, no es otra cosa entonces que la culminación de una obra: la vida misma.
Acaso sea Ernest Hemingway el más representativo de todos los suicidas. Obsesivo empedernido, había reescrito 39 veces el final de Adiós a las armas. Cuando presintió su propia decrepitud, no quiso que la locura y la muerte le redactaran su última página. Expeditivo como su prosa, Papá se pegó un prolijo escopetazo en la cabeza con una carabina calibre 12.
O acaso sea Emilio Salgari, el autor de algunas de las más maravillosas aventuras literarias. El creador de Sandokán no pudo soportar el peso de la miseria. Antes de matarse, escribió tres postreras cartas: una a sus editores, a quienes reprocha amargamente; otra al público, y una a su familia. "Dejo 150 liras", decía allí. La mañana del 25 de abril de 1911, Salgari se hizo el harakiri en un bosque cercano a Turín. Su cuerpo fue hallado desangrado.



Amor, locura, muerte


Es acaso el único móvil literario: la oscura muerte. Lo sabía bien Horacio Quiroga, cuya vida estuvo signada por la desgracia: el suicidio de su primera esposa, y luego los de sus hijos; la tragedia de un amigo, a quien mató accidentalmente con una escopeta. Lo sabía Quiroga, atrapado por el poderoso imán del horror, por la pluma escalofriante de Poe. Cuando supo que su final estaba cercano, decidió apresurarlo. El 19 de febrero de 1937, los médicos le confirmaron un diagnóstico de cáncer. Sentado en una cama del Hospital de Clínicas, Quiroga bebió cianuro y esperó la amarga muerte, como uno de sus personajes.
Y cesó de respirar.
El hastío de la vida, que sólo puede ser morigerado por la escritura, es otro de los síntomas de los suicidas. Alejandra Pizarnik lo expresó con angustiosa precisión. "Escribo contra el miedo/contra el viento con garras que se aloja en mi respiración", anotó. Un domingo de 1972, arrastrada por el infierno de la locura y la depresión, Pizarnik ingirió una dosis letal de barbitúricos. Tenía sólo 36 años.
"En el fondo escribes para estar como muerto", escribió el italiano Cesare Pavese. Pero a veces ni la literatura alcanza para hacer la suficiente catarsis. "Todo esto me da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré‚ más", garrapateó Pavese. Nueve días después, una tarde de 1950, se tragó todo un frasco de pastillas en un cuarto de un hotel de Turín.
En un recreo del Tigre, Leopoldo Lugones bebió el mismo veneno que Quiroga, casi un año después, el 18 de febrero de 1938. Pero agregó un poco de whisky al brebaje mortal. Acaso fuera por un amor no correspondido, nunca se supieron los motivos exactos de la decisión tomada por el creador de las Odas seculares. Algunos sugieren que el calor del Paraná de las Palmas le alteró la mente. Otros, que fue simple hastío de vivir.
El gran Jack London también se vio tentado por el suicidio. En una crisis existencial, el autor de El llamado de la selva ingirió una dosis letal de dos drogas que usaba para superar el insomnio. No se sabe con precisión si fue realmente un acto consciente o no, pero London siempre había defendido el derecho del hombre a anticipar su propia suerte. No obstante, la jugarreta le salió mal: doce horas agonizó el escritor, como uno de esos personajes suyos que esperan la muerte lenta en la vastedad blanca del Ártico.


Sin lugar en el mundo


A veces es la sociedad la que acorrala a los artistas. El gran Walter Benjamin huía de la Francia ocupada por los nazis, cuando en un puesto fronterizo de los Pirineos le negaron el paso. Desesperado por el temor a caer en las garras de la Gestapo, Benjamin tomó una sobredosis de morfina, suficiente como para "matar un caballo". Era el 27 de septiembre de 1940. A la mañana siguiente, el puesto fronterizo se abrió paso a los refugiados*.
Sumido en un pozo depresivo, el escritor austríaco Stefan Zweig se mató en Río de Janeiro, en febrero de 1942. Como Benjamin, huía del nazismo. La escena es desgarradora: en medio del estruendo del Carnaval carioca, Zweig y su esposa se envenenan. Él toma Veronal, un barbitúrico; ella, una sustancia para matar ratas.
El novelista japonés Yukio Mishima (1925-1970) se hizo el harakiri, igual que Emilio Salgari. Pero Mishima -profundamente nacionalista-, se mató en protesta por la excesiva “occidentalización” de su país, al que consideraba en decadencia.
En 1925, el poeta ruso Serguei Esenin no hallaba un lugar en la cultura de la reciente Unión Soviética. Entonces se cortó las venas y con su propia sangre escribió: "En esta vida no es nuevo morir/pero vivir tampoco es nuevo”. Antes de desangrarse, por las dudas, se ahorcó.
Cinco años después, su compatriota Vladimir Mayacovsky -decepcionado por el rumbo que había tomado la Revolución-, se pegó un tiro en el pecho. Antes escribió: “A todos. Muero. No acuséis a nadie. Y nada de chismes. El difunto los odiaba. Mamá, hermanas, camaradas. Disculpadme, esto que hago no está bien (no se lo aconsejo a nadie), pero no tengo otra salida”.


La tentación del agua


Para Tales de Mileto era el origen del mundo. El agua, que todo lo purifica, fue el fin elegido por muchos.
La gran Virgina Woolf, cercada por la locura, la depresión y el insomnio, se arrojó al río Ouse. "Vivió y murió sumergiéndose", escribió de ella María Elena Walsh. El 28 de marzo de 1941, la autora de Orlando caminó hacia las aguas y cargó sus bolsillos con piedras para hundirse más rápido y mejor...
El poeta rumano Paul Celan también sucumbió a la tentación del río. Había sobrevivido al horror de los campos de concentración, pero no soportó la vida. El 20 de abril de 1970, desde un puente, Celan se lanzó a la corriente del río Sena.
Otros suicidas, en cambio, optaron por la vastedad del mar. Como el poeta Hart Crane, que se tiró al Golfo de México desde la cubierta de un barco, en 1932.
Pero es quizá el de Alfonsina Storni el más conocido de todos los suicidios acuáticos. La poetisa no podía sino elegir otra cosa que el mar, al que tanto amaba. Enterada de la muerte de Horacio Quiroga -con quien había mantenido una relación-, Alfonsina escribió: "Morir como tú, Horacio, en tus cabales/y así como en tus cuentos, no está mal...". El 25 de octubre de 1938 se internó en el océano, en Mar del Plata. Como si fuera una extraña Cenicienta, uno de sus zapatitos quedó tendido en el espigón. Un día después, su cuerpo fue hallado por unos niños que jugaban en la orilla.






---------------------------------------------------------------------------- arístideseljusto




Otras muertes absurdas

La novelista argentina Martha Lynch no soportó el paso de los años, el dolor de las arrugas. Una tarde de 1985, la autora de La señora Ordóñez se encerró en el baño y se pegó un prolijo tiro en la sien derecha, mientras -se presume- se miraba en el espejo.
El poeta francés Gerard de Nerval también decidió su muerte. Una mañana de invierno de 1855, los ocasionales transeúntes encontraron su cuerpo colgado de la farola de una plaza parisina.
Más extraño es el fin del novelista John Kennedy Toole. El autor de La Biblia de Neón fue hallado muerto en el interior de su auto, en 1969. Al parecer, se asfixió con el humo del escape de su propio vehículo, al que convirtió en una trampa mortal. Estaba deprimido porque no encontraba espacio como escritor: once años después de su muerte le dieron un Pullitzer...
La muerte más dramática es quizá la de Sylvia Plath, la poetisa estadounidense. Plath era una mujer muy bella, amable y aparentemente exitosa en el plano social. Pero por debajo de esa apariencia ocultaba una personalidad frágil, atormentada por la idea de la muerte. "Y yo/soy la flecha/el rocío que vuela/suicida...", había escrito. El 11 de febrero de 1963, mientras sus dos hijos dormían en una habitación superior de la casa, Plath encendió las llaves de gas de la cocina y metió la cabeza en el horno. Tenía 31 años.



Larga lista del final




La lista de escritores que eligieron la muerte es aún más larga. Entre otros suicidas, podríamos citar al inglés de origen húngaro Arthur Koestler (1905-1983), al cubano Reinaldo Arenas (1943-1990), a la rusa Marina Tsvetáieva (1892-1941), al colombiano José Asunción Silva (1865-1896) y al japonés Dazai Osamu (1909-1948), célebre por sus múltiples intentos de suicidio.






*al menos una teoría sugiere que Walter Benjamin pudiera haber sido asesinado.






6 comentarios:

Pájaro Que Da Cuerda dijo...

Aunque a veces lo pienso, me niego a relacionar las ficciones con las vidas. Quizá sea un dato relevante, pero no significante.
¡Te faltó Mishima, GUACHO!

aristideseljusto dijo...

A mi me parece que no se puede separar. Al menos del todo. Y Mishima está, turro!! Leé bien!!! Jajajaj!!

Anónimo dijo...

epa! ni se les ocurra eso a uds, los escritores eh???

¡¡¡¡¡¡¡¿¿EHH???!!!!!!!!!!!

(esto lo digo como si fuera la Mafalda de Quino, parada en un banquito, hablandole a Libertad, Miguelito, Felipe, Susanita y Manolito.)

aristideseljusto dijo...

Quedesé tranquila, Juana, que no nos vamos a suicidar. Por ahora... aaajajajaj!!

Anónimo dijo...

A veces pienso que un día en vez de volver a mi casa, voy a seguir caminando, seguir... seguir... hasta que se teminen las calles, hasta que me desprenda del piso, y me voy a ir.
A veces pienso que voy a dar un salto tan alto que voy a desaparecer.
No sé si mi cuerpo estará en una cama, en el pasto, no sé si habrá abrazo, soledad o lágrimas. Pero se que voy a volar. Quizá me vuelva, y desde arriba, enviar los besos que tengo que besar.

aristideseljusto dijo...

Ay, usted es tan, tan... libélula...