domingo, 21 de enero de 2007

Vindicación de Judas


La historia oficial asegura que Judas Iscariote traicionó a Jesús por 30 dineros, y que luego, arrepentido, se ahorcó. Desde ese momento, Judas es sinónimo de traidor.
Sin embargo, la revisión crítica de los Evangelios y las nuevas evidencias surgidas en los últimos años, -como el caso del llamado Evangelio de Judas-, dan por tierra con esa versión. La razón es muy simple: el Nuevo Testamento –básicamente, los cuatro Evangelios- fue escrito mucho después de la muerte de Jesús y en circunstancias políticas completamente distintas. Es posible que muchos de los hechos que menciona hayan ocurrido... pero de otra manera. O simplemente, que no hayan ocurrido.
Esto es sin dudas lo que sucede con Judas.
Sabemos hoy que es muy altamente improbable que Judas traicionara a Jesús, al menos por dinero o codicia. Suponemos con cierto grado de certeza que Judas era un zelote, al igual que otro de los apóstoles, Simón. Los zelotes eran una secta mesiánica que esperaba la llegada de un Salvador -el Mesías-, un sucesor de David, un liberador mágico-revolucionario que aniquilaría la opresión y restauraría el reino de Israel. Si Judas era en efecto un zelote, de seguro estaba imbuido de una moral muy alta y una predisposición casi fanática.
En esos términos, es absurdo que un zelote traicionara a quien creía su Mesías –suponemos que Judas creía esto con fervor-, por un poco de dinero. Se cree que con 30 monedas de plata podía comprarse apenas un esclavo. ¿Un zelote entrega a su Mesías por el valor de un esclavo? No tiene sentido, a menos que haya otras razones que no han salido a la luz debidamente. Con ironía, alguien dijo que Judas se ahorcó al darse cuenta de que había vendido a Jesús... por muy poco dinero...

¿Por qué Judas traicionó a Jesús?

La teoría más audaz sostiene que Judas “entregó” a Jesús para que éste demostrara, en efecto, que era el Mesías. Una variante muy inquietante de esta hipótesis sugiere que el mismísimo Jesús le ordena o le encarga este mandado. Esta es precisamente la versión que sostiene el Evangelio de Judas, un texto que reivindica la figura del Iscariote y que fue escrito por la secta de los gnósticos hacia el siglo II.


Cuando se lee el pasaje de la Última Cena -que los cuatro Evangelios reflejan-, sobrevuela una extraña sensación. Jesús dice “uno de vosotros me traicionará” (Mateo 26:21; Marcos 14:18; Lucas 22:21 y Juan 13:21) e inmediatamente señala a Judas. En otras palabras: Jesús dice claramente que hay un traidor en la mesa y acusa abiertamente a Judas. Y sin embargo, nada ocurre. Nadie reacciona. En Juan, Jesús agrega unas palabras más, que abonan la teoría. Le dice a Judas: “Lo que vas a hacer, hazlo más pronto” (Juan 13:27). Y los otros apóstoles no entienden lo que sucede, como si sólo Jesús y Judas estuvieran al tanto de la situación.
Sucede que la relación entre ambos era muy estrecha: Judas era acaso el discípulo más fiel de Jesús, su predilecto, y sólo a él podía encargarle la tareíta de la traición.

Teoría 1: Judas “traiciona” a Jesús bajo sus órdenes, para demostrar que es en verdad en Mesías.

Esto explicaría que la noche anterior a su muerte, Jesús estaba inquieto, triste y oraba mucho. Es muy simple: había llegado la hora en que demostraría a todos que era el verdadero Mesías, pero antes necesitaba de la traición, acaso para cumplir con las profecías.
Sin embargo, la cosa se les fue de madre: Jesús fue entregado por Judas, enjuiciado ante Pilatos y luego crucificado por un puñado de soldados romanos. ¿Y el Mesías que iba a destruir a Roma? Bien, gracias. Ante esta situación dramática, toda la cosmovisión de Judas –la cosmovisión de un zelote, no lo olvidemos-, se derrumba: Jesús no era el Mesías, Judas se ahorca (Mateo 27:5). El propio Jesús parece no entender lo que ha sucedido (“Padre, por qué me has abandonado”).
Otra variante de esta misma teoría sugiere que Judas entregó a Jesús sin su anuencia, para obligarlo a que se manifestara como el Mesías, aunque Jesús estaba enterado o sospechaba de la actitud de su discípulo. Eso explicaría el diálogo de la Última Cena y el encargo de la traición. Pero en todos los casos ocurre lo mismo: Judas “traiciona” a Jesús porque era el más fiel de los Doce, no porque era un traidor.

Teoría 2: Judas traiciona a Jesús por su cuenta, para obligarlo a manifestarse como el Mesías y acelerar su aparición.

Una variante más de esta hipótesis sugiere que Judas estaba decepcionado con la posición de Jesús, a quien veía demasiado ocupado en milagros y en sermones. Demasiado moderado. En otros términos: Judas quiere forzarlo a que vuelva al mesianismo y se manifieste como el Mesías, un Mesías siempre violento. Si esto es así, Judas pudo traicionar efectivamente a Jesús, pero por razones básicamente políticas, no por razones monetarias. Recordemos que en el círculo íntimo de Jesús había al menos dos apóstoles que representaban el ala más radical del mesianismo judío.

Teoría 3: Judas traiciona a Jesús para forzarlo a su vuelta al mesianismo.

Judas se ahorca acaso por remordimiento, por comprobar que había mandado a Jesús a la muerte creyendo que le estaba haciendo un favor. El suicidio de Judas no sólo es altruista (el derrumbe de toda su cosmovisión) sino un acto de impotencia y desesperación.


Otras teorías sobre la traición

Hemos dicho que la relación entre Jesús y Judas era muy estrecha, a tal punto que lo consideraba su discípulo predilecto. Además, Judas era el “tesorero” de la congregación, un puesto de mucha confianza. En ese caso, podía haberse quedado con más de 30 dineros sin necesidad de traicionar a nadie. (En Juan 12:6, se afirma que Judas se guardaba algún vuelto de las donaciones, pero parece un párrafo claramente “agregado” para ensuciar su imagen)
También hemos mencionado la posibilidad de que Judas y Jesús tuvieran algún entredicho de tipo teórico: un reclamo de acción por parte de Judas, que desembocaría en la traición.
Pero otra teoría más mundana sugiere que Judas y Jesús se distanciaron porque otros personajes comenzaron a prevalecer en la comunidad. Algunos señalan a María Magdalena, supuesta mujer de Jesús, como la tercera en discordia. Si esto es así, Judas pudo traicionar a Jesús por una razón completamente banal: por simple despecho, por bronca, aunque nunca por dinero.

Teoría 4: Judas traiciona a Jesús por despecho al sentirse desplazado.

Es una hipótesis muy complicada e imposible de probar. ¿Qué sentía Judas cuando besó a Jesús y lo señaló ante sus captores? ¿Bronca? ¿Vergüenza? Jesús pareció sorprendido: “¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?”, dice. (Lucas 22:48) Pero nada sabemos de Judas. Es de destacar también que sólo uno de los cuatro Evangelios (Mateo) menciona el suicidio del Iscariote. ¿Y los otros tres? Lo ignoran por completo, y sólo en Hechos 1:16-20 se menciona que Judas “compró un campo” con los 30 dineros de la traición, y luego se suicidó arrojándose de cabeza al suelo.

Conclusiones


Si los Evangelistas escribieron sus textos mucho después de los sucesos que narran, no parece imposible que utilizaran la historia de Judas como un modo de escarmentar a los posibles traidores o a los que preconizaban la lucha violenta. De esta manera, alteraron los hechos con el objetivo de desprestigiar a Judas y a los zelotes. Esto es claramente lo que sucede con la primera parte de los Hechos.
Si el Evangelio de Judas está en lo cierto –esto es, si está más cerca de la verdad histórica-, era claro que no podía formar parte de la “historia oficial” de la Iglesia, y fue rápidamente desechado. Y los gnósticos –que veneraban a Judas por permitir la revelación del Mesías-, terminaron como herejes.
Acaso la tradición oral de lo ocurrido produjo un malentendido respecto de la traición de Judas: si actuó bajo órdenes directas de Jesús, tal vez el Mesías –sin querer-, condenó al descrédito eterno a su más fiel seguidor. Todo una paradoja.

domingo, 14 de enero de 2007

La honestidad, ese delito

Se ha dicho que la honestidad es un bien que viola las leyes de oferta y demanda: es escasa, y sin embargo, no se le da el valor que merece.
En efecto: hace rato que la honestidad ha dejado de ser una virtud. Ya lo decía Discépolo, premonitorio: "...el que no llora no mama/y el que no afana es un gil". En una sociedad ciertamente deshonesta como la nuestra, el honesto es visto como un verdadero estúpido: UN GIL QUE NO AFANA.
Paulatinamente, los honestos han ido transformándose en minoría, en una especie en extinción similar a los osos panda. Hace poco, un taxista que devolvió un maletín perdido y lleno de dinero apareció en las noticias. En otras palabras: ES NOTICIA UN HOMBRE HONESTO.
Si en un país impera la justicia, el corrupto -tarde o temprano-, recibe su escarmiento. Pero en un país totalmente corrompido, es el honesto la traba, la rareza, la disfunción social que entorpece el normal funcionamiento de la corrupción.
Un día nos levantaremos y leeremos en las noticias que el Congreso ha convertido a la honestidad en un delito.
Los honestos serán entonces perseguidos y execrados. Se harán ajusticiamientos públicos de estos individuos disfuncionales, en defensa de la ley y las buenas costumbres. Los honestos que sobrevivan serán encarcelados y torturados hasta que den muestra alguna de corrupción.
Cuando los nefastos honestos ofrezcan dinero a sus carceleros para huir de su humillante opresión, entonces -y sólo entonces-, se los dejará libres para que puedan reinsertarse en la sociedad y vivir como corresponde a la moral establecida.

jueves, 11 de enero de 2007

Defecar es cultura



La defecación es una función fisiológica cuyo objetivo es la eliminación de los residuos producidos por la digestión. A menudo es un acto de descompresión de los intestinos relativamente placentero, o al menos, satisfactorio. “Mover el vientre” o “ir de cuerpo”, solían decir las abuelas al respecto.
En ciertos casos, no obstante, la evacuación puede volverse una situación desesperante, pues la eliminación de las heces se torna un imposible: es la tristemente célebre constipación. En otros casos -por el contrario-, la evacuación puede sobrevenir brutal y abrupta: es la no menos célebre diarrea, popularmente conocida como "cagadera".
La cuestión es que -constipada, normal o diarreica-, la defecación deviene a menudo en acto ritual para los seres humanos. Las personas suelen tener una rutina particular para la defecación: a una hora determinada, en la soledad del hogar, la puerta bien cerrada, algo para leer...
Y allí -en ese último punto vital-, radica el quid de la cuestión: lo que la gente lee al defecar, pues muchas personas tienen este hábito incorporado plenamente a sus costumbres evacuatorias. La defecación, por ende, debe ser uno de los pocos momentos del día en el que LA MAYORIA DE LA POBLACION MUNDIAL LEE ALGO.
En otras palabras: como muy pocas actividades, la defecación contribuye silenciosamente a la difusión del saber o el conocimiento, tal vez mucho más que esas campañas públicas que difunden el libro o el hábito de la lectura.
DEFECAR ES CULTURA, sería la conclusión de este breve opúsculo.
Desde luego, no todas las personas leen lo mismo mientras pasan su estadía en el baño. La mayoría se conforma con alguna revista de actualidad, de chismes o de modas, que constituyen lo que se ha dado en llamar "literatura sanitaria": aquella que sólo se lee en el baño. "Creo que cada cual tiene su tipo de lectura preferida para la intimidad del excusado", escribió Henry Miller al respecto.
En mi caso personal, no puedo defecar con corrección si no leo la revista Viva: es un hábito inevitable incorporado ya a mi cultura defecativa.
Pero otras personas pueden leer las grandes obras de la literatura universal, desde las Aventuras de Arturo Gordon Pym, de Poe, hasta el Decameron de Bocaccio. He sabido de un señor que estuvo defecando durante cuatro horas y media, tiempo que le insumió una atrapante novela de misterio de Agatha Christie. Conozco un tipo que suele llevar al baño su enciclopedia, para incrementar su saber mientras defeca. El escritor español Manuel Vincent sostiene que comenzó con el hábito de la lectura en el retrete, donde se devoró las Rimas de Becquer. "Fue un acto lírico-erótico", afirma Vincent.
Es que ese momento sagrado suele ser de gran recogimiento y concentración: estoy seguro de que muchos grandes escritores y pensadores han concebido sus argumentos mientras se esforzaban en el inodoro. A juzgar por algunas teorías filosóficas, sin duda alguna que muchas de ellas fueron concebidas en el baño.

Como la mierda.
Es por eso que no deberíamos ofendernos cuando alguien nos lanza el inveterado improperio ¡Anda a cagar...!, pues -sin advertirlo-, el agresor nos está conminando a culturizarnos.
Por todo lo aquí expuesto, el Estado no puede permanecer al margen de ésta vital cuestión. El Ministerio de Educación, verbigracia, bien podría editar pequeños volúmenes de textos, especialmente diseñados para ser leídos durante la evacuación. Esta "literatura sanitaria" podría venir comercializada, por ejemplo, con los rollos de papel higiénico, de modo que los consumidores tengan un acceso directo a ella. Así, se fomentaría la lectura y la educación, llaves del desarrollo económico y cultural de una nación.
Más tarde o más temprano, nuestro país sería un faro de la cultura mundial. Y lo conseguiríamos del siguiente modo: cagando.
Muy bien, amigos. Me retiro urgentemente al retrete, pues me han entrado unas ganas locas de mover el vientre. Me llevo alguna porquería para leer. Me llevo este blog en mi notebook.
Buenas tardes.

viernes, 5 de enero de 2007

La flecha suicida => Los escritores que eligieron la muerte


Novelistas, cuentistas, poetas y poetisas, de diversas nacionalidades y estilos, constituyen una larga lista de literatos unidos por un eje en común: la obsesión por la muerte, su desesperada búsqueda. Y al fin, la autodestrucción.




Es una tentación afirmar que la mayoría de los escritores que eligieron su final, lo hicieron al modo de sus personajes o al de sus historias. El suicidio -insinuado en muchos casos-, no es otra cosa entonces que la culminación de una obra: la vida misma.
Acaso sea Ernest Hemingway el más representativo de todos los suicidas. Obsesivo empedernido, había reescrito 39 veces el final de Adiós a las armas. Cuando presintió su propia decrepitud, no quiso que la locura y la muerte le redactaran su última página. Expeditivo como su prosa, Papá se pegó un prolijo escopetazo en la cabeza con una carabina calibre 12.
O acaso sea Emilio Salgari, el autor de algunas de las más maravillosas aventuras literarias. El creador de Sandokán no pudo soportar el peso de la miseria. Antes de matarse, escribió tres postreras cartas: una a sus editores, a quienes reprocha amargamente; otra al público, y una a su familia. "Dejo 150 liras", decía allí. La mañana del 25 de abril de 1911, Salgari se hizo el harakiri en un bosque cercano a Turín. Su cuerpo fue hallado desangrado.



Amor, locura, muerte


Es acaso el único móvil literario: la oscura muerte. Lo sabía bien Horacio Quiroga, cuya vida estuvo signada por la desgracia: el suicidio de su primera esposa, y luego los de sus hijos; la tragedia de un amigo, a quien mató accidentalmente con una escopeta. Lo sabía Quiroga, atrapado por el poderoso imán del horror, por la pluma escalofriante de Poe. Cuando supo que su final estaba cercano, decidió apresurarlo. El 19 de febrero de 1937, los médicos le confirmaron un diagnóstico de cáncer. Sentado en una cama del Hospital de Clínicas, Quiroga bebió cianuro y esperó la amarga muerte, como uno de sus personajes.
Y cesó de respirar.
El hastío de la vida, que sólo puede ser morigerado por la escritura, es otro de los síntomas de los suicidas. Alejandra Pizarnik lo expresó con angustiosa precisión. "Escribo contra el miedo/contra el viento con garras que se aloja en mi respiración", anotó. Un domingo de 1972, arrastrada por el infierno de la locura y la depresión, Pizarnik ingirió una dosis letal de barbitúricos. Tenía sólo 36 años.
"En el fondo escribes para estar como muerto", escribió el italiano Cesare Pavese. Pero a veces ni la literatura alcanza para hacer la suficiente catarsis. "Todo esto me da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré‚ más", garrapateó Pavese. Nueve días después, una tarde de 1950, se tragó todo un frasco de pastillas en un cuarto de un hotel de Turín.
En un recreo del Tigre, Leopoldo Lugones bebió el mismo veneno que Quiroga, casi un año después, el 18 de febrero de 1938. Pero agregó un poco de whisky al brebaje mortal. Acaso fuera por un amor no correspondido, nunca se supieron los motivos exactos de la decisión tomada por el creador de las Odas seculares. Algunos sugieren que el calor del Paraná de las Palmas le alteró la mente. Otros, que fue simple hastío de vivir.
El gran Jack London también se vio tentado por el suicidio. En una crisis existencial, el autor de El llamado de la selva ingirió una dosis letal de dos drogas que usaba para superar el insomnio. No se sabe con precisión si fue realmente un acto consciente o no, pero London siempre había defendido el derecho del hombre a anticipar su propia suerte. No obstante, la jugarreta le salió mal: doce horas agonizó el escritor, como uno de esos personajes suyos que esperan la muerte lenta en la vastedad blanca del Ártico.


Sin lugar en el mundo


A veces es la sociedad la que acorrala a los artistas. El gran Walter Benjamin huía de la Francia ocupada por los nazis, cuando en un puesto fronterizo de los Pirineos le negaron el paso. Desesperado por el temor a caer en las garras de la Gestapo, Benjamin tomó una sobredosis de morfina, suficiente como para "matar un caballo". Era el 27 de septiembre de 1940. A la mañana siguiente, el puesto fronterizo se abrió paso a los refugiados*.
Sumido en un pozo depresivo, el escritor austríaco Stefan Zweig se mató en Río de Janeiro, en febrero de 1942. Como Benjamin, huía del nazismo. La escena es desgarradora: en medio del estruendo del Carnaval carioca, Zweig y su esposa se envenenan. Él toma Veronal, un barbitúrico; ella, una sustancia para matar ratas.
El novelista japonés Yukio Mishima (1925-1970) se hizo el harakiri, igual que Emilio Salgari. Pero Mishima -profundamente nacionalista-, se mató en protesta por la excesiva “occidentalización” de su país, al que consideraba en decadencia.
En 1925, el poeta ruso Serguei Esenin no hallaba un lugar en la cultura de la reciente Unión Soviética. Entonces se cortó las venas y con su propia sangre escribió: "En esta vida no es nuevo morir/pero vivir tampoco es nuevo”. Antes de desangrarse, por las dudas, se ahorcó.
Cinco años después, su compatriota Vladimir Mayacovsky -decepcionado por el rumbo que había tomado la Revolución-, se pegó un tiro en el pecho. Antes escribió: “A todos. Muero. No acuséis a nadie. Y nada de chismes. El difunto los odiaba. Mamá, hermanas, camaradas. Disculpadme, esto que hago no está bien (no se lo aconsejo a nadie), pero no tengo otra salida”.


La tentación del agua


Para Tales de Mileto era el origen del mundo. El agua, que todo lo purifica, fue el fin elegido por muchos.
La gran Virgina Woolf, cercada por la locura, la depresión y el insomnio, se arrojó al río Ouse. "Vivió y murió sumergiéndose", escribió de ella María Elena Walsh. El 28 de marzo de 1941, la autora de Orlando caminó hacia las aguas y cargó sus bolsillos con piedras para hundirse más rápido y mejor...
El poeta rumano Paul Celan también sucumbió a la tentación del río. Había sobrevivido al horror de los campos de concentración, pero no soportó la vida. El 20 de abril de 1970, desde un puente, Celan se lanzó a la corriente del río Sena.
Otros suicidas, en cambio, optaron por la vastedad del mar. Como el poeta Hart Crane, que se tiró al Golfo de México desde la cubierta de un barco, en 1932.
Pero es quizá el de Alfonsina Storni el más conocido de todos los suicidios acuáticos. La poetisa no podía sino elegir otra cosa que el mar, al que tanto amaba. Enterada de la muerte de Horacio Quiroga -con quien había mantenido una relación-, Alfonsina escribió: "Morir como tú, Horacio, en tus cabales/y así como en tus cuentos, no está mal...". El 25 de octubre de 1938 se internó en el océano, en Mar del Plata. Como si fuera una extraña Cenicienta, uno de sus zapatitos quedó tendido en el espigón. Un día después, su cuerpo fue hallado por unos niños que jugaban en la orilla.






---------------------------------------------------------------------------- arístideseljusto




Otras muertes absurdas

La novelista argentina Martha Lynch no soportó el paso de los años, el dolor de las arrugas. Una tarde de 1985, la autora de La señora Ordóñez se encerró en el baño y se pegó un prolijo tiro en la sien derecha, mientras -se presume- se miraba en el espejo.
El poeta francés Gerard de Nerval también decidió su muerte. Una mañana de invierno de 1855, los ocasionales transeúntes encontraron su cuerpo colgado de la farola de una plaza parisina.
Más extraño es el fin del novelista John Kennedy Toole. El autor de La Biblia de Neón fue hallado muerto en el interior de su auto, en 1969. Al parecer, se asfixió con el humo del escape de su propio vehículo, al que convirtió en una trampa mortal. Estaba deprimido porque no encontraba espacio como escritor: once años después de su muerte le dieron un Pullitzer...
La muerte más dramática es quizá la de Sylvia Plath, la poetisa estadounidense. Plath era una mujer muy bella, amable y aparentemente exitosa en el plano social. Pero por debajo de esa apariencia ocultaba una personalidad frágil, atormentada por la idea de la muerte. "Y yo/soy la flecha/el rocío que vuela/suicida...", había escrito. El 11 de febrero de 1963, mientras sus dos hijos dormían en una habitación superior de la casa, Plath encendió las llaves de gas de la cocina y metió la cabeza en el horno. Tenía 31 años.



Larga lista del final




La lista de escritores que eligieron la muerte es aún más larga. Entre otros suicidas, podríamos citar al inglés de origen húngaro Arthur Koestler (1905-1983), al cubano Reinaldo Arenas (1943-1990), a la rusa Marina Tsvetáieva (1892-1941), al colombiano José Asunción Silva (1865-1896) y al japonés Dazai Osamu (1909-1948), célebre por sus múltiples intentos de suicidio.






*al menos una teoría sugiere que Walter Benjamin pudiera haber sido asesinado.






jueves, 4 de enero de 2007

Sobre el populismo



Si destinamos una parte del excedente económico a la satisfacción de las necesidades de los sectores más postergados, en poco tiempo conseguiremos nuestro objetivo. Basta con una voluntad política suficiente como para sostener esas medidas.
Se trata de lo que habitualmente se define como populismo.
Pero el populismo no implica desarrollo económico. Es más: el populismo puede interferir eficazmente en el desarrollo de un país.
Porque uno y otro son completamente diferentes.
Me explico.
El populismo es darle algo a los pobres por intermedio del Estado. El desarrollo económico es que no haya más pobres.
Cuando la voluntad política que sostiene al populismo cesa, los pobres suelen volver a su situación anterior. El desarrollo, en cambio, es un salto cualitativo de una sociedad, y ya no admite retrocesos.
Como el populismo suele tener un fuerte arraigo cultural entre los pobres, puede servir como un eficaz método para que nada cambie. Entonces, el populismo desarrolla una serie de variantes locales y clientelares.
En otros términos: el populismo vive de la pobreza, a la que perpetúa.
De este modo, el populismo impide el verdadero desarrollo de un país, porque –a la larga-, resulta funcional a las clases dominantes.
De allí que el futuro de un país subdesarrollado dependa de la extinción del populismo.

lunes, 1 de enero de 2007

Sobre la conveniencia de transgredir las normas


Llamarle transgresor a un artista es de algún modo elogiarlo. Un artista es transgresor cuando es audaz, original, cuando transita caminos que nadie ha transitado, cuando traspasa fronteras que supuestamente no pueden o no deben traspasarse. En estos casos, transgresor es un adjetivo positivo. Sin embargo, transgredir –en su sentido etimológico-, es violar una norma o ley, según nos explica el diccionario. Es, de alguna manera, romper con un pacto, con un contrato de convivencia que no debe ser violado. Transgredir es, desde este punto de vista, un hecho negativo.
Un lugar común afirma que los argentinos somos transgresores. Somos transgresores –decimos-, porque nos creemos audaces y originales. Y vivos.
En otras palabras: creemos que somos transgresores en el primero de los sentidos que he mencionado aquí.
Puede que esto sea cierto en algunos casos: no hay duda de que somos creativos, ora para crear alguna obra de arte, ora para robar.
No obstante, yo sostengo que los argentinos somos transgresores más precisamente en el segundo que en el primero de los sentidos aquí explicitados.
Violamos las leyes alegremente, transgredimos, si, pero transgredimos aquello que no debe ser transgredido.
En otras palabras: NO SOMOS EN VERDAD TRANSGRESORES.
Es muy simple de entender: hay normas que están para ser respetadas y otras que están hechas para ser violadas. El que transgrede las primeras no es un transgresor: es un idiota.
El verdadero transgresor es el que viola las leyes estúpidas o injustas.
Quiero decir: los argentinos somos unos consuetudinarios violadores de la ley, desde la más simple ordenanza hasta la propia Constitución Nacional. Basta con salir por un instante a la calle para ver que cada uno hace lo que le viene en gana sin ningún tipo de prurito o rubor. Tirar el papelito en el piso o hacer cagar al perro en la vereda del vecino, son pequeños actos cotidianos que nos definen como sociedad.
“El que es deshonesto en las pequeñas cosas, lo será en las grandes cosas”, explica la Biblia.
“Transgredimos” porque no tenemos incorporados los parámetros para vivir en una sociedad desarrollada. Transgredimos porque somos esencialmente un país subdesarrollado.
¿Lo somos?La mayoría de las personas a las que les presento este argumento me dicen: “yo soy honesto”.
Yo, argentino.
Y claro, estos mismos argentinos tienen el cable pinchado del vecino y arreglan al oficial de tránsito cuando cometen una infracción.
Cocodrilo que se duerme es cartera.
Cocodrilo que no transgrede es un gil, un gil que no afana.
Nuestra “transgresión” ya es natural en nosotros: es un acto incorporado a nuestros hábitos más profundos.
Y luego, claro, esos mismos argentinos se asombran y se indignan cuando se descubre un caso de corrupción o cuando se produce alguna tragedia, conjunción de “transgresiones”. Y entonces señalan con el dedo a algún culpable, que nunca es uno de ellos.
En el país del ¡no pasa naaada! la culpa siempre la tienen los demás.
Transgredimos, en efecto, pero transgredimos lo que no debe transgredirse. El día en que decidamos ser un país en serio, ese día sí, ese día sí seremos verdaderos transgresores.