viernes, 19 de noviembre de 2010

Qué estamos comiendo


El cuerpo del ser humano se construyó durante los millones de años que duró la evolución de los homínidos. En ese largo lapso, nuestro sistema digestivo –como el de cualquier otro animal-, se adaptó para comer determinados alimentos que la naturaleza nos proveía. Así, desde nuestros primeros ancestros vegetarianos y frugívoros avanzamos hasta un cazador omnívoro capaz de comer carne y diversificar su alimentación.

Sin embargo, el surgimiento de la agricultura –hace unos 10 mil años-, alteró para siempre toda nuestra existencia, incluidas nuestras dietas: por primera vez, fuimos capaces de almacenar excedente de granos, y como consecuencia, abrimos las puertas a un incremento de la población y el consumo desconocido hasta entonces. La revolución industrial –de finales del siglo XVIII-, incrementó aún más este proceso, que llega hasta nuestros días a escala global.

La aceleración del consumo de alimentos y su necesidad de comercialización –en particular, desde mediados del siglo XX-, nos ha puesto en una situación más que curiosa: tenemos una enorme variedad cosas para comer, pero ¿qué calidad tiene lo que estamos comiendo?

El mercado mundial de alimentos se sostiene porque muchos de los productos que comemos tienen agregados químicos como conservantes, colorantes, espesantes, etc., necesarios para su venta. Pero estas sustancias, en muchos casos, no están en la naturaleza ni figuraban en la comida de nuestros ancestros.

En otros términos: la venta de alimentos respeta los patrones del sistema capitalista, pero ¿respeta los patrones de nuestro sistema digestivo?

¿Qué estamos comiendo?

La gran mayoría de los alimentos que consumimos no son “naturales” pese a las publicidades que se esfuerzan por convencernos de lo contrario. Aún los productos más sanos -como verduras, frutas o carne-, atraviesan un proceso “industrial” y sufren agregados de hormonas, herbicidas o fertilizantes.

Dicho de otro modo: lo único natural es la naturaleza. Todo lo que viene empaquetado, amigos, no es “natural”.

Y se da entonces la curiosa paradoja: mientras una parte de la Humanidad come mucho y mal, hay mil millones de hambrientos. La obesidad, la diabetes y otros trastornos vinculados a la mala alimentación florecen en todas las naciones, pese a los avances de la ciencia. ¿Por qué?

Los antropólogos creen que nuestros cuerpos no son muy distintos al del hombre del paleolítico. Pero nuestras comidas sí son muy diferentes. Nuestros hábitos alimentarios –de base industrial y capitalista-, evolucionaron demasiado rápido para nuestros pobres estómagos pre-neolíticos.

Somos cazadores que no comen como cazadores sino como Homero Simpson.

Las dietas modernas, ricas en hidratos de carbono y grasas por doquier, están transformando a la obesidad en una pandemia mundial que afecta cada vez a más gente. Casi podríamos afirmar que nuestros ancestros de la Edad de Piedra eran mucho más sanos que nosotros, sólo que ellos no tenían antibióticos, transfusiones o vacunas.

En nombre del progreso (o la renta) estamos arruinando nuestros cuerpos por vía de los alimentos.

Sin ir más lejos, en los últimos años, se desarrolló una nueva “revolución productiva”: la de los cultivos transgénicos. La combinación de semillas manipuladas y agroquímicos genera extraordinarios rindes, sin duda, pero ¿son sanos para nuestros cuerpos los alimentos que se producen de ese modo? Es más: ¿nuestros cuerpos son capaces de asimilar sin problema todas las cosas que se le agregan a lo que comemos?

Algunas pistas nos sugieren que no.

En los últimos diez años, por caso, se duplicaron las alergias alimentarias, producto –muy probablemente-, de los agregados químicos, como los conservantes. Hace sólo una década, las alergias de este tipo afectaban al 4% de la población mundial. Ahora, la cifra de personas con este problema trepa a 8%.

Reitero: ¿qué estamos comiendo?

Un estudio elaborado con 200 momias egipcias encontró que sólo una de esas personas momificadas en el pasado había muerto por un posible cáncer. Los científicos que realizaron el trabajo sugieren que esta enfermedad era rara en la antigüedad, y que sólo se disparó con la revolución industrial, como producto de la polución ambiental y las malas dietas.

Somos lo que comemos, dijo el griego Hipócrates, hace más de dos mil años. Me pregunto que pensará de nosotros, dos mil años después, si supiese que no paramos de comer basura.