Primero
incubamos la tragedia.
(Y digo incubamos, porque en este país, las
tragedias no nacen de un repollo)
En efecto: primero
incubamos la tragedia.
Prolijamente.
Y entonces
consentimos o votamos la destrucción del estado.
De la
educación.
De la salud.
(Y luego
pretendemos, claro, que los trenes funcionen como en Suiza.
O que las
escuelas sean como en Finlandia).
Incubamos la
tragedia –repito-, con nuestros actos cotidianos.
De desprecio
por las reglas.
De viveza criolla.
Incubamos la
tragedia al elegir –nuevamente-, a quienes nos gobiernan.
Que se parecen
a nosotros, al fin y al cabo.
Y son siempre
los mismos.
Cada pueblo tiene los gobernantes que se le parecen.
Y entonces
elegimos ir siempre por los mismos caminos.
Y oh
casualidad llegamos siempre a los mismos sitios.
Y tropezamos
siempre con las mismas piedras.
Y después de
tanto incubar la tragedia, la tragedia -al fin-, se produce.
Y entonces
sobrevienen el dolor, el estupor, la indignación.
Y luego, la
solidaridad.
Porque, eso
sí, somos un país muy solidario, ¿sabe?
Y entregamos
todo, como expiando nuestras culpas.
(Esas culpas que nadie tiene, o que son siempre de
los demás)
Pero luego del
dolor, el estupor y la indignación, volvemos a la normalidad.
Volvemos a
nuestra estúpida comodidad.
A nuestra
desidia.
A nuestro
subdesarrollo, ese que beneficia a unos
pocos.
Volvemos a
incubar nuestra próxima tragedia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario