Los hechos se
vuelven difusos, como todos los hechos que con el tiempo narran la constitución
de un mito.
Lo que sabemos
es que ocurrió en La Higuera ,
en Bolivia, un día como hoy, el 9 de octubre de 1967.
Ocurrió en el aula
derruida de una escuelita.
El día
anterior, Ernesto Guevara De la Serna, el Che, había sido capturado en combate, en el que resultó herido en una
pierna.
Su foco revolucionario había fracasado.
Pesaba 30
kilos menos.
O cuarenta.
Y ese asma que
no le daba respiro.
Sin apoyo y
hasta entregado por aquellos a quienes venía a salvar (como le ocurriera a Jesús)
todo había terminado para él.
Y allí en esa
aula derruida, donde debía haber niños estudiando y no prisioneros, esperó el
Che su segura muerte. Porque siempre
supo que lo iban a matar.
Que no lo iban
a dejar vivo.
Que le iban a
hacer el favor de transformarlo en
leyenda.
Quiso el
destino que el sargento Mario Terán, del Ejército boliviano, fuera el encargado
de ejecutar la oscura orden. Una orden que nunca se supo desde dónde había
venido, acaso desde Langley.
Mucho después
de los hechos, Terán confesó en un reportaje que un vértigo de miedo le llenó
el cuerpo cuando supo que tenía que rematar al Che.
Al famoso Che
Guevara.
Porque quizá
comprendió que no estaba matando simplemente a un hombre, lo cual es de por si
atroz.
No.
No estaba matando simplemente a un guerrillero capturado vivo, sino a alguien más grande que excedía su limitado rango.
No.
No estaba matando simplemente a un guerrillero capturado vivo, sino a alguien más grande que excedía su limitado rango.
A algo
superior.
Entonces Terán
contó –porque lo contó después-, que bebió unos tragos para darse aliento, y que
luego entró al aula derruida, de aquella escuelita, y le apuntó con su arma al
Che.
El Che –que
estaba tendido contra la pared-, se incorporó y lo miró, con esa mirada
insostenible y temeraria que tenía.
Terán le dijo
que se sentara pero el Che no obedeció.
Habrá dicho el Che,
acaso, porque los hechos se vuelven difusos a partir de este punto:
-Se a lo que
venís, chango.
Desviándole la
mirada, Terán esgrimió su fusil y tuvo miedo.
El Che,
vencido ya, herido en una pierna, asmático, le ordenó:
-¡Serenesé,
soldado, que va a matar a un hombre!
Y Terán tuvo
un vértigo atroz, pensó que el Che se le vendría encima y
le quitaría su fusil. Lo vio gigante, como a un superhombre, cuando apenas era
un despojo humano, un hombre vencido, con 30 kilos de menos, herido, asmático.
Y el Che lo
miró, y acaso también tuvo miedo, frustración, derrota.
Tal vez
pensara: “Dios, ¿por qué me abandonaste?”, como pensó Jesús.
Pero se
mantuvo de pie.
Y entonces
Terán le disparó sin mirar. Le tiró una ráfaga al cuerpo: le habían dicho que
tirara del cuello para abajo, para simular una herida de combate.
Y Terán tiró,
obedeciendo la oscura orden, y el Che cayó.
(Luego los
soldados se repartirían sus pertenencias, como le ocurriera a Jesús)
Y Terán tiró
con un miedo glacial que lo envolvió. Y Terán, que era el que tenía el arma, es
el que tuvo el miedo. Porque acaso, inconscientemente, sabía que estaba matando a
un hombre y estaba creando un mito.
Un héroe.
Un mártir.
Un Jesucristo
laico.
Y Terán tiró.
Y Terán, que
era quien tenía el arma, es el que tuvo miedo.
A eso llamo
yo ser muy grande.
2 comentarios:
Muy bueno!
Me felicito!
Me encantó lo que escribiste.
Publicar un comentario