Si algo caracteriza al ethos del argentino medio, eso es su carácter refractario a la ley. En cuanto se instaura una norma, allí está presto el argentino medio para violarla.
Es, de algún modo, un comportamiento infantil: si le dicen que haga A, el argentino medio hace B. Si le dicen que no haga A, el argentino medio hace A.
Se trata de una rebeldía patológica cercana a la estupidez.
Yo no obedezco porque soy más vivo que la ley.
En efecto.
Pocas cosas como el caos de tránsito porteño evidencian este tipo de conductas. Basta que aparezca un semáforo en rojo para que el argentino medio acelere, en vez de frenar, como ocurriría en cualquier país con un mínimo grado de instrucción cívica.
Pero no.
El argentino ve un semáforo en rojo y acelera para pasar primero.
Qué vivo que soy.
Desde luego, esta conducta rebelde nada tiene que ver con los 20 muertos al día –promedio-, que se registran en accidentes de tránsito.
De ningún modo, señor.
Los accidentes de tránsito los provocan los demás, no yo, que soy muy vivo. Según las estadísticas, la mayoría de los argentinos cree que maneja bien y que son los otros los que hacen barbaridades al volante.
¿Yo, señor? No, señor.
Es que la ley es para el argentino medio un obstáculo a sortear, no una condición para la convivencia ciudadana.
Para el argentino, toda ley está hecha para ser violada. Si puedo no respetar la ley, no la respeto. Sólo respeto la ley cuando no me queda otra alternativa.
Porque el argentino medio avanza hasta donde puede o hasta donde lo dejan, nunca hasta donde corresponde.
Si pasa, pasa.
En este país, el tipo que hace lo que corresponde es mirado primero con asombro, luego con desdén y finalmente con hostilidad.
¿Cómo se te ocurre hacer lo que corresponde?
Un país en el que respetar la ley equivale a ser signado como estúpido, simplemente, es un país inviable y sin futuro.
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