Murió Videla.
El dictador
Videla.
Murió, acaso,
un símbolo del pasado más atroz de este país.
El dictador Videla
murió, en efecto, y en una cárcel.
Enjuiciado.
Sentenciado.
Murió, en
definitiva, donde debía estar.
Y con él,
quizá, se fue una parte de ese pasado ominoso.
Y ya está.
Muerto el
perro se acabó la rabia.
¿Se acabó la
rabia?
Porque el
perro murió y la rabia sigue.
Porque Videla
hizo su trabajo sucio.
Y luego ya no
importó.
Es fácil
patear a un perro muerto.
Porque Videla
y sus secuaces trabajaron para un poder que continúa más que vigente.
Videla y sus
militares ganaron la “guerra sucia”.
Pero más tarde
no fueron “reconocidos”.
Porque Videla
creía -de veras, sinceramente-, ser un héroe.
Eso es lo
terrible.
Videla se
creía un soldado espartano que
cumplió con su deber.
Un salvador
que nos librara de la subversión marxista,
ese fantasma que crearon las clases dominantes como coartada para preservar sus
intereses económicos.
Y entonces
Videla y sus secuaces (como el también fallecido Martínez de Hoz) implantaron
un país que todavía padecemos.
Crearon un
monstruo que todavía pagamos.
Ese pasado no
murió con Videla.
Sigue impune
en algunos rostros poderosos de hoy.