O si es
producto de la inminencia de las Fiestas y las vacaciones, con toda la tensión
que eso conlleva.
Sea como
fuere, diciembre es un mes insoportable en Buenos Aires.
Pareciera que
todas nuestras estupideces, miserias y malos modales florecen y se potencian de
un modo incomprensible.
En diciembre,
vale todo.
Todo es apuro,
prisa, falta de respeto, molestia.
Más que en el
resto del maldito año.
Cualquiera
hace cualquier cosa y cualquier chispa desata la pelea.
Cualquiera se
cree con derecho a hacer lo que le viene en gana.
Y entonces, yo
odio a Buenos Aires en diciembre.
Y odio las
Fiestas y su estúpida falsedad.
Y odio a Papá
Noel y su renos de mierda.
Y odio la
estulticia del consumo navideño.
Y las ofertas
en los shoppings hasta las cuatro de la mañana.
Y los
embotellamientos.
Y con toda mi
alma, odio los cuetes.
Ah, cómo odio
los cuetes.
Y los pendejos
que tiran cuetes a cualquier hora.
Y los grandotes pelotudos que tiran cuetes a
cualquier hora y parecen pendejos pelotudos.
Odio el daño
que los cuetes les producen a perros y gatos.
Cualquiera que
ha vivido con mascotas lo puede confirmar.
Es un país
sádico. Masoquista. Sadomasoquista.
Parece que en
diciembre se puede joder, torturar, molestar a los demás.
Todo está
permitido.
Y nadie dice
nada.
Cómo odio las
Fiestas, por Dios.
Y los saludos
hipócritas de quienes nos odian todo el año.
Odio el olor a
basura, mierda y pólvora del día después de Navidad o Año Nuevo.
Odio el arbolito
nevado que armamos como si estuviéramos en el Polo Norte.
Qué boludos.
Odio a esta
ciudad en diciembre.
Odio a este
país en diciembre.
Y por sobre
todas las cosas, odio el vitel toné.