
Una vieja teoría sostiene que los periodistas somos una suerte de “mensajeros” que reciben una información y la reenvían a un receptor de un modo neutro y aséptico. Según esta idea, los periodistas transmitirían limpiamente “lo que sucede” para que el público “se informe”.
No faltan los comunicadores que aún hoy defienden esta ingenua tesis.
No obstante, a poco de echarle un vistazo profundo, comprobamos que no resiste el más mínimo juicio crítico.
Desde el momento en que un periodista selecciona qué noticia va a dar y cómo la va a presentar, deja de ser un simple mensajero. La propia visión del periodista “altera” la información, ajustándola a esa misma visión.
Si un mensajero reparte sus cartas, lo mínimo que podemos pedirle es que lo haga de modo honesto. Si un cartero decide abrir las cartas, alterar su contenido, o directamente no repartir las que no le gustan, ¿qué diríamos de ese “mensajero”?
Diríamos que no es honesto o que no está haciendo bien su trabajo.
Sin embargo, los periodistas -de un modo figurado, desde luego-, reescribimos esas cartas y alteramos su contenido. Las presentamos al público según nuestra visión o nuestro interés. De algún modo, nos parecemos más a ese cartero infiel que a un mensajero aséptico.
¿Y qué tiene de malo respetar lo que pensamos para hacer las noticias?
Pues nada.
Pero una cosa es presentar “lo que ocurre” de un modo honesto y acorde nuestra cosmovisión, y otra muy distinta es hacer que pase lo que me conviene que debe pasar.
Son dos cosas muy distintas.
Lo primero está aún dentro del periodismo, ese género literario en vías de extinción.
Lo segundo es otra cosa, que quizá aún no tiene nombre.