La Argentina es un país muy afortunado. Digo afortunado, porque considerando nuestro escaso apego por los controles –nuestro escaso apego a hacer las cosas como corresponde-, es verdaderamente increíble que sólo cada tanto ocurra una tragedia o un desastre.
Digo: debiera producirse una tragedia o una desgracia con mucho mayor asiduidad de lo que ocurre en realidad.
Somos, en efecto, un país estúpidamente afortunado.
Ahora, claro, cuando la tragedia se produce, cuando ya nada puede hacerse, obvio, todos prorrumpimos en lamentaciones y nos preguntamos con estupor cómo pudo suceder esto, como pudo suceder esto.
Y señalamos con nuestros rápidos índices a los presuntos culpables.
(Que nunca, por supuesto, somos nosotros)
Y entonces, tras el desastre –y siempre después, claro-, se toman medidas drásticas, se hacen controles estrictos y se endurecen las leyes. Los funcionarios, con el ceño fruncido, se precipitan en acciones enérgicas y bien publicitadas. Y declaman que esto no debe volver a ocurrir porque nuestro pueblo no merece este desprecio por la vida, porque los pueblos responsables se ponen de pie y salen adelante y bla, bla, bla, bla.
Y la gente, obvio, tras la tragedia, se lamenta y se agarra la cabeza y dice que esto no debe ocurrir nuevamente, qué desgracia, a cualquiera de nosotros le pudo pasar y bla, bla, bla, bla.
Y luego de prorrumpir en lamentaciones, nos vamos sorprendidos y atónitos murmurando cómo pudo pasar esto, cómo pudo pasar esto... Y cruzamos la calle por el medio de la cuadra, tiramos el atado de cigarrillos al piso y nos sentamos a mirar las trágicas noticias en la tele (en un cable, desde luego, pinchado del vecino)
Qué desgracia.
Cómo pudo pasar esto.
Y un tiempo después, cuando la noticia se vaya haciendo más y más chiquitita –y más tarde se cumplan años y años de reclamos en vano de los familiares de las víctimas-, todo volverá a la normalidad.
Nuestro desdén por los controles retornará a su nivel habitual, a su estúpida desidia corrupta. Volveremos prontamente a ser el país del ¡no pasa nada!, el país del a mí no me va a pasar, al país atado con alambre, el país del cómo lo podemos arreglar, el país de los cocodrilos que no se duermen para no ser carteras.
Y entonces, un día aciago, otra tragedia volverá a sacudir nuestra estupidez, nuestro atraso mental, nuestra sub-educación, nuestro torpe subdesarrollo.
Qué tragedia.
Cómo pudo pasar esto.
Y todo volverá a suceder, en un círculo estúpido y vicioso, porque en la Argentina, las tragedias se repiten, como tragedia o como farsa, pero de seguro se repiten. Y entonces, las mismas personas que se lamentaban y vociferaban volverán a votar a los mismos responsables de las viejas tragedias.
Porque toda vieja desgracia, en Argentina, se repite incesante. Porque hubo una Embajada y hubo una AMIA. Porque hubo un Kheyvis y hubo un Cromañón.
Y tropezaremos con la misma piedra. Mil veces tropezaremos con la misma piedra e inevitablemente le seguiremos echando la culpa a la piedra.
Cómo pudo pasar esto. Qué barbaridad.
En un país en donde la norma es ir por izquierda y ser honesto es la excepción, ¿por qué la sorpresa ante una tragedia anunciada?
En los países desarrollados, hay controles para que no haya tragedias. En la Argentina, tiene que haber una tragedia para que haya controles.
Y de seguro, todo el lloriqueo volverá a reiterarse, el lloriqueo y el endurecimiento de los ceños. Y como siempre, luego de los espasmos, nada cambiará hasta la próxima tragedia.
Hasta la próxima tragedia.
Digo: debiera producirse una tragedia o una desgracia con mucho mayor asiduidad de lo que ocurre en realidad.
Somos, en efecto, un país estúpidamente afortunado.
Ahora, claro, cuando la tragedia se produce, cuando ya nada puede hacerse, obvio, todos prorrumpimos en lamentaciones y nos preguntamos con estupor cómo pudo suceder esto, como pudo suceder esto.
Y señalamos con nuestros rápidos índices a los presuntos culpables.
(Que nunca, por supuesto, somos nosotros)
Y entonces, tras el desastre –y siempre después, claro-, se toman medidas drásticas, se hacen controles estrictos y se endurecen las leyes. Los funcionarios, con el ceño fruncido, se precipitan en acciones enérgicas y bien publicitadas. Y declaman que esto no debe volver a ocurrir porque nuestro pueblo no merece este desprecio por la vida, porque los pueblos responsables se ponen de pie y salen adelante y bla, bla, bla, bla.
Y la gente, obvio, tras la tragedia, se lamenta y se agarra la cabeza y dice que esto no debe ocurrir nuevamente, qué desgracia, a cualquiera de nosotros le pudo pasar y bla, bla, bla, bla.
Y luego de prorrumpir en lamentaciones, nos vamos sorprendidos y atónitos murmurando cómo pudo pasar esto, cómo pudo pasar esto... Y cruzamos la calle por el medio de la cuadra, tiramos el atado de cigarrillos al piso y nos sentamos a mirar las trágicas noticias en la tele (en un cable, desde luego, pinchado del vecino)
Qué desgracia.
Cómo pudo pasar esto.
Y un tiempo después, cuando la noticia se vaya haciendo más y más chiquitita –y más tarde se cumplan años y años de reclamos en vano de los familiares de las víctimas-, todo volverá a la normalidad.
Nuestro desdén por los controles retornará a su nivel habitual, a su estúpida desidia corrupta. Volveremos prontamente a ser el país del ¡no pasa nada!, el país del a mí no me va a pasar, al país atado con alambre, el país del cómo lo podemos arreglar, el país de los cocodrilos que no se duermen para no ser carteras.
Y entonces, un día aciago, otra tragedia volverá a sacudir nuestra estupidez, nuestro atraso mental, nuestra sub-educación, nuestro torpe subdesarrollo.
Qué tragedia.
Cómo pudo pasar esto.
Y todo volverá a suceder, en un círculo estúpido y vicioso, porque en la Argentina, las tragedias se repiten, como tragedia o como farsa, pero de seguro se repiten. Y entonces, las mismas personas que se lamentaban y vociferaban volverán a votar a los mismos responsables de las viejas tragedias.
Porque toda vieja desgracia, en Argentina, se repite incesante. Porque hubo una Embajada y hubo una AMIA. Porque hubo un Kheyvis y hubo un Cromañón.
Y tropezaremos con la misma piedra. Mil veces tropezaremos con la misma piedra e inevitablemente le seguiremos echando la culpa a la piedra.
Cómo pudo pasar esto. Qué barbaridad.
En un país en donde la norma es ir por izquierda y ser honesto es la excepción, ¿por qué la sorpresa ante una tragedia anunciada?
En los países desarrollados, hay controles para que no haya tragedias. En la Argentina, tiene que haber una tragedia para que haya controles.
Y de seguro, todo el lloriqueo volverá a reiterarse, el lloriqueo y el endurecimiento de los ceños. Y como siempre, luego de los espasmos, nada cambiará hasta la próxima tragedia.
Hasta la próxima tragedia.