martes, 9 de octubre de 2012

Porqué es tan grande este tipo


Los hechos se vuelven difusos, como todos los hechos que con el tiempo narran la constitución de un mito.
Lo que sabemos es que ocurrió en La Higuera, en Bolivia, un día como hoy, el 9 de octubre de 1967.
Ocurrió en el aula derruida de una escuelita.
El día anterior, Ernesto Guevara De la Serna, el Che, había sido capturado en combate, en el que resultó herido en una pierna.
Su foco revolucionario había fracasado.
Pesaba 30 kilos menos.
O cuarenta.
Y ese asma que no le daba respiro.
Sin apoyo y hasta entregado por aquellos a quienes venía a salvar (como le ocurriera a Jesús) todo había terminado para él.
Y allí en esa aula derruida, donde debía haber niños estudiando y no prisioneros, esperó el Che su segura muerte. Porque  siempre supo que lo iban a matar.
Que no lo iban a dejar vivo.
Que le iban a hacer el favor de transformarlo en leyenda.
Quiso el destino que el sargento Mario Terán, del Ejército boliviano, fuera el encargado de ejecutar la oscura orden. Una orden que nunca se supo desde dónde había venido, acaso desde Langley.
Mucho después de los hechos, Terán confesó en un reportaje que un vértigo de miedo le llenó el cuerpo cuando supo que tenía que rematar al Che.
Al famoso Che Guevara.
Porque quizá comprendió que no estaba matando simplemente a un hombre, lo cual es de por si atroz. 
No. 
No estaba matando simplemente a un guerrillero capturado vivo, sino a alguien más grande que excedía su limitado rango.
A algo superior.
Entonces Terán contó –porque lo contó después-, que bebió unos tragos para darse aliento, y que luego entró al aula derruida, de aquella escuelita, y le apuntó con su arma al Che.
El Che –que estaba tendido contra la pared-, se incorporó y lo miró, con esa mirada insostenible y temeraria que tenía.
Terán le dijo que se sentara pero el Che no obedeció.
Habrá dicho el Che, acaso, porque los hechos se vuelven difusos a partir de este punto:
-Se a lo que venís, chango.
Desviándole la mirada, Terán esgrimió su fusil y tuvo miedo.
El Che, vencido ya, herido en una pierna, asmático, le ordenó:
-¡Serenesé, soldado, que va a matar a un hombre!
Y Terán tuvo un vértigo atroz, pensó que el Che se le vendría encima y le quitaría su fusil. Lo vio gigante, como a un superhombre, cuando apenas era un despojo humano, un hombre vencido, con 30 kilos de menos, herido, asmático.
Y el Che lo miró, y acaso también tuvo miedo, frustración, derrota.
Tal vez pensara: “Dios, ¿por qué me abandonaste?”, como pensó Jesús.
Pero se mantuvo de pie.
Y entonces Terán le disparó sin mirar. Le tiró una ráfaga al cuerpo: le habían dicho que tirara del cuello para abajo, para simular una herida de combate.
Y Terán tiró, obedeciendo la oscura orden, y el Che cayó.
(Luego los soldados se repartirían sus pertenencias, como le ocurriera a Jesús)
Y Terán tiró con un miedo glacial que lo envolvió. Y Terán, que era el que tenía el arma, es el que tuvo el miedo. Porque acaso, inconscientemente, sabía que estaba matando a un hombre y estaba creando un mito.
Un héroe.
Un mártir.
Un Jesucristo laico.
Y Terán tiró.
Y Terán, que era quien tenía el arma, es el que tuvo miedo.
A eso llamo yo ser muy grande.